
Loloberto, como pez, no es gran cosa. Es un pez de tantos. Las peceras, los ríos, los mares están llenas de tipos como él y nadie se tomará la molestia de escuchar qué se cuenta Loloberto. Como poeta, en cambio, es otra cosa. Tiene una voz personal forjada a un tiempo en la experiencia personal más desgarradora y el lirismo más exacerbado. Loloberto es un poeta cabal desde la cola hasta su última escama. Mas no hay nadie en el mundo capaz de apreciar su poesía. A ver quién es capaz, siendo poco menos que un pescado, de prestarle atención cuando clama un endecasílabo heroico de su invención, o se lía por sonetos desgarrados. La gente cree que lo que sale de la boca de Loloberto son burbujas de aire, o acaso algún desajuste gástrico. Pero no poesías. Los convencionalismos son así. Nos acostumbramos a ver en los demás un animal: un pez, un babuino, un cafre, un bosquimano... desdeñamos su vida interior porque, como no la conocemos, suponemos que ésta no ha de existir.
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