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lunes, 6 de septiembre de 2010

Prologo para poetas adolescentes y primerizos.

Infinitos son los poetas que en el mundo se han perdido por no haber podido superar el más terrorífico de sus miedos: el pánico de la hoja en blanco. El abismo de la primera palabra. La agonía del aliento primigenio. A ellos van dedicadas las humildes palabras que se exponen a continuación. Se trata de un texto sencillo que los neonatos vates pueden copiar en sus recién estrenados diarios. Son pensamientos amables y universales, comúnmente sentidos por todos los mortales que en el mundo han sido, desde el aciago estibador de puerto al pizpireto castrador de puercos. Todos se reconocerán en estas palabras, y acaso una sonrisa de asentimiento, cuando no de melancolía, surcará sus ajados semblantes al leer y reconocer los hermosos sentimientos en flor que fueron su despertar a los misterios de la vida. Vale.

PRÓLOGO PARA EL DIARIO DE UN POETA ADOLESCENTE.

En el otoño de mi vida. A punto de cumplir los 18 años de edad. Esa edad en la que uno debe acometer el camino de vuelta. Donde lo que no se haya emprendido no debe ya iniciarse pues se desconoce el tiempo que a uno le resta. Esa edad en la que ya no deben hacerse proyectos, sino vivir el día, que en cualquier momento puede llegar el extertor final.

Confieso que he vivido. Mal, pero no había otra cosa. Ahíto de placeres que jamás disfruté, sino en mi calenturienta imaginación. Que no me sirvió el testimonio de tontilocos, vanivanos y choticabros: o sea, el vulgo llano. ¿Qué hubiera podido aprender de ellos?

Parto, pues, en este mi último viaje, sabiendo que el destino es cierto e irremediable: la muerte. Pero aún con un pié y casi medio del otro en la tumba, guardo mis últimas fuerzas para escribir con mi postrer aliento los últimos frutos de mi desaprovechado genio. A tí, pues, Humanidad desconocida e ingrata van estas palabras. Ea.

domingo, 8 de agosto de 2010

Luis de Gongora y Argote.

Mucho daño ha hecho a la fama de Góngora las pintas con que le trazó Velázquez: feo, cetrino, amargado, orgulloso y destemplado. Así era en la vejez cuando acabó la carrera de la Corte con más suspensos que aprobados, y éstos, raspados.


Feo fue siempre, pero también, en sus mocedades, pollo, pillo y mozo alborotado, amigo de hacer corros, de pregonar menudencias, de pisar mucho el foro, algo los ruedos y poco la iglesia (tenía órdenes eclesiásticas, aunque menores). En fín, que gustaba del alboroto y como tenía ingenio y el estoque plumífero presto, hacía coplas sabrosas.

Luego se hizo oscuro, algo así como el Darth Vader del concepto. El adalid del conceptismo. Como si concepto concepto no lo fuesen todos. Así nos lo han contado en la escuela y por ello le hemos odiado.

Pero Góngora no debe pasar por el malo de la película. Más bien es el feo. Y hasta eso se lo disputaría el áspero de Quevedo. El bueno es Cervantes, claro. La chica es María de Zayas.

Nos falta un Sergio Leone que cuente estas grandezas.

Una Gigantomaquia de las que ya no se hacen. En España nunca se han hecho. Aquí el cine va de enanos.

sábado, 26 de junio de 2010

El pez poeta.


Loloberto, como pez, no es gran cosa. Es un pez de tantos. Las peceras, los ríos, los mares están llenas de tipos como él y nadie se tomará la molestia de escuchar qué se cuenta Loloberto. Como poeta, en cambio, es otra cosa. Tiene una voz personal forjada a un tiempo en la experiencia personal más desgarradora y el lirismo más exacerbado. Loloberto es un poeta cabal desde la cola hasta su última escama. Mas no hay nadie en el mundo capaz de apreciar su poesía. A ver quién es capaz, siendo poco menos que un pescado, de prestarle atención cuando clama un endecasílabo heroico de su invención, o se lía por sonetos desgarrados. La gente cree que lo que sale de la boca de Loloberto son burbujas de aire, o acaso algún desajuste gástrico. Pero no poesías. Los convencionalismos son así. Nos acostumbramos a ver en los demás un animal: un pez, un babuino, un cafre, un bosquimano... desdeñamos su vida interior porque, como no la conocemos, suponemos que ésta no ha de existir.



Lolofredo, que como pez es del montón, como poeta es menos que nada, pues aunque elevado y aúreo en sus versos, éstos salen a la superficie envueltos en burbujas que nadie jamás escrutará.