sábado, 11 de septiembre de 2010

La mujer del marajá. Cuento oriental.

Preguntaron a la nueva mujer del maharajá si ella de verdad quería ser quemada viva el día del entierro de su marido. La mujer, que era todavía una niña y aún no había desarrollado el juicio, dijo lo primero que le vino a la cabeza. Que no.
Corrióse mucho el marajá al escucharlo y fuése quejoso al suegro, a informarse sobre el género de fulana que le había encasquetado.
El suegro, un pobre labriego cuyo único tesoro era la muchacha que el amor del marajá le había arrebatado tan prematuramente, respondió a las quejas del yerno:

- ¿Y qué quiere vuecencia que le diga? Somos pobres. Vivimos de recoger los cocos que los monos burlones nos lanzan a la cabeza para acogotarnos. Esa es la única vida que conocíamos hasta que vuestra alteza, en una cacería mixta de tigres y monos se topó con mi hija, se encaprichó de ella y la hizo su trigésima esposa. No ha sido, pues, educada para la sutileza de la Corte ni su compleja etiqueta...

No escuchaba el marajá sus confusas explicaciones, atento a no ser descalabrado de un cocotazo por aquellos endiablados primates.

- ¡la culpa de esas contestaciones -replicó el marajá- las tiene la educación moderna! ¡tanta güi, plei, internet! ¡ Al final los niños se vuelven locos y acaban despreciando las más sagradas tradiciones!

Estuvo de acuerdo el labriego con el marajá, aunque ellos no tenían güi, ni plei, ni internet, ni teléfono ni agua. Ni nada. Sólo cocos y monos asesinos sobre su cabeza.

Quedaron que la niña volvería a casa de su padre. A que la educaran mejor.

La niña volvió a la selva infestada de monos felones. El padre, pese a las promesas realizadas, descuidaba la educación de la niña, atento como estaba a su propia supervivencia. La niña creció feliz, ignorante de toda etiqueta mundana. Cuando volvían los lacayos del marajá a ver si ya estaba educada, comprobaban que la niña seguía ignorante y se iban echando pestes de aquella degeneración.

Pasaron los años, la niña nunca aprendió lo que debía y, en consecuencia, jamás regresó junto a su esposo. El marajá murió, y junto a él sus treintaypico mujeres. Excepto ella. Entonces, como último miembro de la familia real heredó el reino.

Cuando llegó al palacio del marajá, llevó con ella gran cantidad de monos. Los súbditos se extrañaban de que llevara a aquellos enemigos ciertos de la condición humana. Pero ella, cuando sabía de esos comentarios, contestaba:

- cierto que los micos son viles. Y sandios. Y apestan como porquerizas del infierno. Pero se rigen por leyes naturales fáciles de comprender. No entienden de etiquetas, tradiciones ni intrigas palaciegas. De ellos siempre sabré por donde me ha de venir el mal. De los hombres, en cambio, no.

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